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‘Manteca’ o la reinvención de la utopía
Héctor Medina, Gilberto Reyes y Beatriz Valdés en “Manteca”, obra de Alberto Pedro bajo la dirección artística de Raúl Martín, que ofrecerá otras tres funciones el 20, 21 y 28 de septiembre en el Tower Theater. Fotografía: Rocío Guerra (cortesía)
El montaje de “Manteca” a cargo de Raúl Martín, que se presenta a sala llena en el Tower Theater desde el 6 de septiembre y ofrecerá otras tres funciones el 20, 21 y 28, tiene la virtud de la síntesis.
Una síntesis en la que apreciamos las reminiscencias del periodo histórico -los agrestes noventa- en que tuvo lugar su estreno mundial en Cuba, bajo la dirección artística de Miriam Lezcano. El texto sigue retumbando con fuerza y nos arrastra a un ejercicio triste de la imaginación, pero no difícil.
Si entonces, aquellas palabras en boca de los hermanos Pucho, Celestino y Dulce, amplificaban – con sutil sarcasmo – el horror y la desesperanza que vivía la mayoría de las casas cubanas, hoy esas mismas palabras, enunciadas por Héctor Medina (Pucho), Beatriz Valdés (Dulce) y Gilberto Reyes (Celestino), postergan la agonía y la vuelven más punzante.
Los tres hermanos llegan al 31 de diciembre con la misión de matar al cerdo que están criando clandestinamente en un apartamento de La Habana desde hace un año. Pero, matar al animal no solo implica un acto sangriento. Matarlo significa eliminar de un tajazo lo que ha representado para ellos, es decir, lo que el animal es, simbólica y afectivamente. Y esto último pesa mucho más que el provecho que sacarán de él: manteca necesaria para freír todo lo freíble, incluso las papas añoradas de Celestino, o la carne con la que se alimentarán por un buen tiempo.
El animal ya es un miembro de la familia, “como un padre”, “como un hijo”, dicen Dulce y Celestino. Sacrificarlo es como sacrificar a uno de ellos. Por esa razón, se hace tan difícil el acto de matarlo. No por la muerte misma, sino por su futura ausencia y por la falta de propósito que provocará ese vacío.
Esa ilusión colectiva a la que se aferran -la existencia del animal- es parte de un simulacro que esconde el dolor de Celestino por la separación de sus hijos, la frustración como poeta de Pucho, o el sufrimiento de Dulce al tener sus hijos y su marido lejos. Las fatalidades de los tres hermanos también son parte de una fatalidad mayor, la de la falta de dinosaurios, por ejemplo, a la que Dulce se aferra para darle un sentido al sinsentido de la vida y del lugar donde les ha tocado vivirla.
Una vez asesinado el animal en manos de Celestino y a pesar de la resistencia de Dulce, los tres hermanos, en un arrebato de entusiasmo, comienzan a soñar nuevas utopías, a reinventar un modo de seguir. Las latas de sancocho que los días impares alimentaban al cerdo son ahora macetas de donde brotarán mangos, aguacates y plantas medicinales.
Pero el sueño de un huerto a cinco pisos de altura será rápidamente convertido en el deseo de adquirir otro animalito. Se impone entre ellos, la necesidad de otra utopía, una que mira al futuro, pero también al pasado: la de volver al animal, a lo animal. Constantemente, Celestino y Dulce hablan con nostalgia de lo que fue, como si el pasado fuera más real que el presente.
Hoy, muchos cubanos van transitando de un lugar a otro de la memoria, sin ver muy claras las líneas del tiempo que separan el pasado donde se inserta “Manteca” y la actualidad. Sin mencionar que la línea del futuro se desdibuja o se aleja. Pensemos, tal vez, en la imagen final de la obra, hermosa y potente, que nos sugiere un futuro en los ojos de los tres hermanos. Ellos, apretados sobre tanquetas de desigual altura e iluminados por una tenue luz azul, otean un horizonte probable y se aferran a la voz de Danay Suárez que canta “vivo, vivo”, “soy un testimonio”, en una especie de reverberación que nos conmina.
En el montaje de Martín que hoy reseñamos, la construcción del personaje de Pucho visiblemente más joven – el diseño de vestuario, la fisicalidad de Medina, su carácter rebelde y la posición de confrontación en la obra –implica una lectura desde la perspectiva intergeneracional tanto entre los personajes como entre los actores. Pucho apenas refiere al pasado, mira al futuro, grita la verdad a los cuatro vientos y corre el riesgo. La historia de este Pucho encaja en muchos jóvenes que hoy han sido expulsados de la universidad por sus ideas y su abierta oposición a las autoridades.
La música es otro elemento que recoloca esta versión en nuestros días. Durante los primeros minutos, escuchamos los arreglos de Jesús Pupo a la emblemática pieza de Chano Pozo, Dizzy Gillespie y Gill Fuller. Concebido para la obra, el tema de Pupo ubica al espectador inmediatamente en un entorno musical contemporáneo, transido por sonoridades urbanas de mayor velocidad rítmica, lo que también va a dialogar con la espiral de situaciones a la que se enfrenta esta familia. Por otra parte, la cuidadosa selección de los elementos en escena, que mezcla temporalidades, texturas y sonidos, produce un fresco de gran realismo poético.
Los tres actores, que constituyen todo elenco de “Manteca”, ponen en escena no solo el agudo y eficaz texto de Alberto Pedro, sino que muestran, en carne y alma, los jirones de un dolor que aún persiste. Medina, Valdés y Reyes bordan, magistralmente, un tejido de complicidades e interacciones que va sosteniendo el crescendo de la obra hasta el estallido de la verdad; que luego irán reconfigurando hacia otros rumbos, el de la reconciliación y la reinvención de otras quimeras.
El aquí y el allá, que se mencionan en ocasiones durante la obra y refieren una pluralidad de lugares físicos y emotivos, pasan por la piel de los tres actores en cada palabra que ejecutan. Atrapados entre los ventanales, dícese isla real o imaginaria, balsa, o puesto de vigía, los actores, como los hermanos, buscan y sueñan una utopía, la del teatro, la que convoca a la vida, al futuro.
Definitivamente, “Manteca” sigue hablando en presente.