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¿LUJURIA COMO CASTIGO?: LA ‘CELESTINA’ DE CARLOS DÍAZ Y LA MUERTE DE LA INSINUACIÓN

Written By Jose Antonio Evora
February 5, 2024 at 8:45 PM

Leticia Martín encarna a la Celestina, y Luis Manuel Álvarez al esclavo Sempronio, en la puesta en escena de Carlos Díaz que FUNDarte presentó del 26 al 28 de enero en el Miami Dade County Auditorium. Fotografía: Javier Labrador (cortesía de FUNDarte).

Lo decía bien claro el anuncio en la cartelera del teatro: “Incluye escenas de nudismo y contenido sexual; por lo tanto, la obra es adecuada solo para personas de 21 años o más”.

Sin embargo, escuché susurros de “escándalo”.

La versión de “La Celestina” dirigida por el teatrista cubano Carlos Díaz y presentada en el Miami Dade County Auditorium por FUNDarte entre el 26 y el 28 de enero no debería haber escandalizado a nadie, excepto a quienes fueron a verla por los desnudos y salieron diciendo que eran demasiados.

Para empezar: a Díaz le dieron la coartada perfecta. El Festival Iberoamericano “Clásicos en Alcalá”, organizado por la Comunidad de Madrid, donde nació este proyecto el año pasado, pidió que los directores invitados “exprimieran” obras de los autores del Siglo de Oro español. Así mismo: del verbo “exprimir”. 

Cuando el productor Ever Chávez me lo contó, recordé lo que decía el novelista Norman Mailer sobre el cineasta Jean-Luc Godard: “Poner un guión en manos de Godard es como darle un niño a un tigre”.

Amalia Gaute y Carlos Busto son Melibea y Calisto en este montaje de Teatro El Público, la agrupación dramática cubana fundada y dirigida por Carlos Díaz. Fotografía: Javier Labrador (cortesía de FUNDarte).

A los personajes del clásico de Fernando de Rojas se suman en este montaje nuevos y desafiantes protagonistas intangibles, creados por Díaz para “exprimir” La Celestina desde un barrio habanero y desde una sociedad que dejó de ser moderna para hundirse en miserias medievales. Esos personajes inéditos son los desnudos y el desenfreno sexual. El hecho de que atrajeran una parte considerable de la atención habla tanto de la puntería del director como de la complicidad pecaminosa del público.

Sin embargo, sospecho que el asunto va más allá.

AYÚDANOS, AMPÁRANOS

“Madre mía de La Caridad, ayúdanos, ampáranos”, dice el canto litúrgico de la primera escena, mientras Celestina “le cose el himen” a una mujer. No es por gusto que la obra arranque con una plegaria. Si se puede descartar que a Díaz lo haya movido un afán de pureza religiosa y que tampoco haya existido la menor intención de purgar a los personajes, ¿de dónde viene y adónde va esa súplica?

O el último parlamento, cuando el “in hac lacrimarum valle” del texto original es sustituido por su traducción al castellano en la frase “Quiera el mismísimo Dios que en esas nuevas tierras hallemos oro, placer y riquezas, para olvidar este viejo mundo que ya no es más que un valle de lágrimas”. ¿Alguna idea de cuáles son las nuevas tierras y cuál es el valle de lágrimas?

Carlos Busto en el personaje de Calisto, Georbis Martínez como el esclavo Pármeno y, al fondo, Luis Manuel Álvarez en el papel de Sempronio, en una de las cuatro funciones que tuvo esta brevísima temporada de “La Celestina” en el Miami Dade County Auditorium en enero. Fotografía: Javier Labrador (cortesía de FUNDarte).

El espacio vivencial de Carlos Díaz no es el de los espectadores de Miami ni el del público madrileño, pero recuerdo muy bien cuando me dijo que los testimonios de los actores cubanos exiliados con los que había trabajado en la capital española (la mayoría de los cuales integran el elenco visto aquí) fueron muy provechosos a la hora de armar su versión de la obra.

El caso es que este montaje parece haber ido demasiado lejos en el esfuerzo de alejarse del panfleto para decir algo panfletario: aquello (la Cuba que soñábamos, incluso la Cuba donde se formó Teatro El Público) se fue al diablo. De tan provocador, el afán llega a la torcedura por tener que traspasar un clásico del teatro español para hacer el cuento de una circunstancia ¿asfixiante?: en lugar del agua por todas partes que hacía notar Virgilio Piñera, ahora es la lujuria por todas partes. Y ya no como placer, sino como castigo.

La puesta en escena no escatima acciones para dejarlo claro. La tragicomedia original de Calisto y Melibea flota en el relato escénico sobre la verdadera sustancia del espectáculo, que no es otra que una permanente y trágica “gozancia” (para usar la palabra acuñada por la actriz Grettel Trujillo) del fresco que pinta Carlos Díaz desde la versión escrita por su colaborador, Norge Espinosa. He aquí el gozo sexual a toda costa como paliativo de las miserias cotidianas, en un enfoque impuesto con tanta fuerza como para desconcertar al espectador común y para irritar a todo el que espere una versión libre sin libertad.

De izquierda a derecha: Betiza Bismark (Areúsa), Georbis Martínez (Pármeno), Fer Nieves (Elicia), Leticia Martín (Celestina) y Luis Manuel Álvarez (Sempronio), en otra escena de la versión que Norge Espinosa y Carlos Díaz hicieron de la obra de Fernando de Rojas. Fotografía: Javier Labrador (cortesía de FUNDarte).

Las actuaciones son formidables en todos los casos. Sobresalen Luis Manuel Álvarez (Sempronio) y Georbis Martínez (Pármeno), los esclavos. Aunque la Celestina de Leticia Martín es poderosa, me habría gustado que Díaz no le hubiese exigido esa voz tan desgarrada a la que atribuyo haberme perdido más de uno de sus parlamentos. Hay un momento en el que ella se acerca al proscenio y, en gesto cómplice, dice claramente: “Por mis mañas me respetan y conocen, y en esta ciudad, donde fui nacida y criada, quien no supiere mi casa ni mi nombre, ténganlo por extranjero”. Al escucharla en esa parte me dije: qué bueno sería que hablara así toda la obra.

Completan el elenco Amalia Gaute (Melibea), Carlos Busto (Calisto), Betiza Bismark (Areúsa), Fer Nieves (Elicia y Pleberio), y Luis Ernesto Bárcenas (Tristán y Centurio). Álvarez y Martínez también doblan personajes con Pleberio y Lucrecia, respectivamente. La escenografía y el vestuario de Celia Ledón, que en el caso de la Celestina me recordó aquel formidable “Brazil” de Terry Gilliam, y las luces de Ricardo Rodríguez, crean la atmósfera necesaria para fundir el siglo XVI español con un solar habanero de estos días.

FIDELIDAD Y HEREJÍA

¿Cómo se puede ser fiel a un texto clásico y convertir su montaje en una herejía? Con la integración de aquellas nuevas esencias intangibles, pero omnipresentes. “El personaje protagónico de ‘La Celestina’ está muy cerca de nosotros los cubanos”, me comentó Díaz el año pasado cuando se preparaba para traer la obra a Estados Unidos. “No se me ocurriría ir a Miami a contar una Celestina que pudieran leerse en un libro recién comprado”, agregaba entonces. “Respeto extraordinariamente a la gente, pero pienso que el teatro está para desafiar”.

Los diálogos entre los personajes de Fernando de Rojas ceden paso aquí a una tentación lasciva que lo distorsiona todo, incluso la obra original. Dicen mucho los contrastes del tono grandilocuente, melodramático y “clásico” de Calisto con los movimientos impúdicos de uno de sus esclavos, o de la propia Melibea, que se le montan como lo haría alguien “perreando” con su pareja en un baile en los jardines de La Tropical en La Habana.

Además de Calisto, pasa con todos los personajes. La voz engolada de cada actor subraya el contraste de la representación: mientras su virtuosismo vocal apunta a un lado solemne, la intensidad del lujurioso lenguaje gestual apunta a otro que, por pura decencia, debería ser incompatible.

Con referentes dramáticos, Carlos Díaz viene a decirnos que la práctica cotidiana en Cuba demuestra lo contrario. Desde el punto de vista tradicional, la herejía está en el pecado no reprimido. Según los ecos de esta “Celestina” a la cubana, la herejía es irrefrenable por su condición de válvula de escape y, en consecuencia, socialmente necesaria.

Leticia Martín (de pie), protagonista de “La Celestina”, y Georbis Martínez como el esclavo Pármeno, en otra escena de la producción que FUNDarte y Teatro El Público trajeron al Miami Dade County Auditorium entre el 26 y el 28 de enero pasado. Fotografía: Javier Labrador (cortesía de FUNDarte).

En vísperas de la función empecé a tejer conjeturas, en parte escuchando lo que me contaban y en parte recordando el único montaje de Díaz que pude ver antes de salir de Cuba, “La Niñita Querida” (la obra de Virgilio Piñera que, si mal no recuerdo, vi en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional de La Habana en 1993). Mis especulaciones, que iban por el camino de “esto debe ser una vernacularización de un clásico de las letras españolas”, se quedaron cortas muchas veces, y en otras me equivoqué por completo.

Para inyectarle a cualquier representación escénica una mínima dosis de vernáculo cubano no se puede dejar fuera la técnica más usada en el bufo a la hora de abordar el tabú: las insinuaciones (las indirectas) y los eufemismos. Mi primera reacción al salir de la sala fue: aquí no hay insinuaciones, todo está representado en directo, a golpe de desafueros. Hay que descartar entonces…

A menos que Carlos Díaz quiera hacernos entender que, a estas alturas, incluso el caldo de cultivo del vernáculo haya muerto en Cuba. Que no hay margen para indirectas. Que las fuerzas dictatoriales que rigen la vida cotidiana y que la marginalización de la sociedad hacia el núcleo –tanto o más que hacia la periferia– hicieron desaparecer los vapores de la sutileza y, con ellos, la decencia cotidiana. 

La “soberanía nacional” limitada a la soberanía del cuerpo y, en consecuencia, la orgía perenne como último reducto de una libertad íntimamente gozosa, pero socialmente esclavizante.

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