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“ALMA”: UN SAXO, EL SEXO Y LA SENSACIONAL SARA BARAS
La incomparable e imparable Baras es el núcleo alrededor del cual gira prácticamente todo el espectáculo “Alma”. Fotografía: Daniel Azoulay (cortesía de Adrienne Arsht Center).
A la icónica bailaora de flamenco Sara Baras no cuesta trabajo entenderla. El mensaje que transmite con su arte es tan claro como un día soleado en su Cádiz natal. Los gestos grandes y claros de sus brazos se dejan leer desde los primeros palcos hasta lo alto del palomar, y la vibración de su incomparable taconeo sería capaz de revivir al corazón más petrificado del planeta. Más Sorolla que Goya, más Ella Fitzgerald que Nina Simone, Baras baila para el pueblo, y si a los eruditos les gustan también, pues mejor para ellos.
Con los 30 y tantos años que lleva en el escenario, puede enseñarle geografía mundial a su joven hijo con sólo señalar en el globo las ciudades en que ha bailado. Su espectáculo más reciente, “Alma”, que anda llenando salas desde Sevilla (España) hasta Sydney (Australia), aterrizó el 17 de marzo en el Adrienne Arsht Center donde un entusiasta y fiel público miamense recibió su estreno estadounidense con gritos y aplausos.
“Alma” consiguió fusionar con elegancia ritmos del flamenco con melodías y letras de los boleros de siempre. Bajo la dirección musical del talentoso y sumamente capaz guitarrista Keko Baldomero, y en boca de los cantaores Matías López “El Mati” y Rubio de Pruna, esta combinación de estilos no resultó nada extraña. De hecho, para los miembros del público que uno pudo escuchar tarareando versos de “Adoro” o “Contigo aprendí” desde sus butacas el viernes, esta fusión les habrá facilitado una conexión más directa con la música que tal vez hubiera conseguido el flamenco puro y duro.
Con tropos del cine y del cabaré de más de medio siglo atrás—micrófonos de pie, focos dramáticos, telones de flecos metálicos—los diseñadores de “Alma” transportaron a los espectadores a una época del pasado que a la vez se sentía fuera del tiempo, fresco y familiar.
Las cinco mujeres del cuerpo de baile, algunas que llevan más de veinte años con la compañía, se mostraron intachables maestras de la simetría y del control que forman parte de la marca Baras. Su garrotín con sombreros cordobeses ejemplificaba tanto la precisión como la gracia de este baile con ritmo de tangos. Tras la harmonía geométrica de los círculos idénticos que trazaban en el aire con sus sombreros negros hubo, seguramente, horas y horas de ensayo.
Pero fue la incomparable e imparable Baras el núcleo alrededor del cual giraba prácticamente todo el espectáculo, el decimosexto de su compañía. En un momento dado, me dediqué a contar los minutos que tardaba en salir de nuevo al escenario para su próximo número, con un traje completamente diferente. Eran dos. Lástima que no podamos embotellar su inmensa energía y así acabar de una vez con la crisis energética.
Algo de notar fue cómo el vestuario y las coreografías de “Alma” a veces jugaban ligeramente y de maneras inesperadas con las expectativas del género. Mientras que un bolero entonaba “Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo”, salió la Baras en pantalones negros y una brillante chaqueta roja. Desde el lado derecho entró Daniel Saltares, el único bailaor del elenco. Juntos bailaron un dúo fuerte y sensual.
“Qué romántico”, me dije.
Entonces, de la izquierda salió Charo Pedraza, también vestida de pantalón. Abandonando a Saltares, Baras empezó a bailar con Pedraza, ejecutando exactamente los mismos pasos que había acabado de hacer con el hombre.
“Qué romántico”, me dije de nuevo, esta vez algo confusa, y un pelín preocupada por el pobre Saltares. Pero las dos mujeres también se separaron. Entonces los tres marcaron unos pasos de frente, con los brazos vacíos, como si bailara cada uno con una pareja inexistente. En un final tan fantasioso como feliz, Baras se quedó con su compañera bajo el brazo derecho y su compañero bajo el brazo izquierdo, los dos descansando sus cabezas tiernamente en sus hombros y los tres con unas sonrisas inocentes en los labios. Así, al fin y al cabo, son los boleros: insinuación, mucha; confirmación, cero.
Otros de los pequeños tableaux que le dieron corazón a “Alma” fueron cuando buscaban captar las vidas interiores de los artistas lejos de los focos del escenario. En un camerino sugerido con tan solo un baúl, un perchero rodante y un par de sillas, vimos a las mujeres del cuerpo de baile quitándose sus trajes, ayudándose la una a la otra con una cremallera o colgando cuidadosamente un vestido. Vestidas de pantalones negros, se entretuvieron entre sí probando movimientos masculinos de toreo.
Al otro lado del escenario estaba la Baras, sola, absorta, repasando con las manos una coreografía. Salió un hombre de barba canosa, muy elegante (Adolfo Martínez), a darle unos últimos toques a su peinado y colocarle meticulosamente un mantón de Manila. Fue un momento muy íntimo en que se notaba no solo la atención a cada detalle que debe exigir la directora, sino también la confianza y el cariño que hay entre ella y sus compañeros.
Curiosamente, fueron pequeñas viñetas como estas las que le otorgaban una profunda humanidad a la obra. Son momentos que recuerdan, también, los toques metateatrales que el cineasta Carlos Saura (1932-2023), un gran mentor de Baras, solía poner siempre en sus películas sobre la danza española. Como Toto en “El mago de Oz”, nos da mucha curiosidad saber lo que hay detrás del telón.
La escena más intensa de “Alma”, sin embargo, fue al final. Recordando un film noir de los años cuarenta, un foco dramático impregnado de humo iluminaba al saxofonista Diego Villegas en un triángulo de luz. El instrumento cantaba y lloraba en sus manos. Baras, sentada aparte, lo escuchaba. Se acercó al hombre y, sin tocarse nunca, empezaron los dos—tres, si se incluye el saxo—a cruzar lentamente el espacio en diagonal, ella llenando el aire con su braceo, él llenándolo con sus melodías. Después se separaron en un duelo musical apasionado, ella retándolo a él con sus pies de acero inoxidable, él a su vez a ella con un chorro desbordado de notas.
La música siguió subiendo, de volumen y de velocidad. Y justo en medio de este clímax de emoción ardiente, casi orgásmico…se rompió el gancho de la correa del saxofón. El instrumento se cayó al piso.
En momentos inesperados como estos se notan las verdaderas cualidades de un artista. Villegas, al recoger el instrumento y probarlo, vio que ya no sonaba. Baras, viendo lo que había ocurrido, hizo la señal de la mano cortando el cuello, símbolo universal de la muerte, la cual Villegas, visiblemente avergonzado, confirmó con la cabeza. Con un leve subir de hombros, Baras continuó bailando, tan fuerte y segura como siempre. Terminó el número así, con solo las palmas y los jaleos de sus cantaores de acompañamiento. El público se volvió loco. Fue una lección magistral que nos permitió ver quién es, realmente, Sara Baras. Al final, empujó a un penoso Villegas para adelante para recibir sus muy merecidas ovaciones. Ella nos dijo sencillamente al público,
“Tendrán que volver mañana para verle terminarlo”.
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